martes, 16 de agosto de 2011

Anderson Imbert. Teoría del cuento.



Hola todos: Esta es la introducción del libro que les dije la clase pasada. Puede que sea difícil.
En todo caso lo charlamos el miércoles.
Julio Diaco

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LA FICCIÓN LITERARIA

1.1. Introducción

El cuento es una de las formas del arte de narrar, el arte de narrar es una de las formas de la literatura y la literatura es una de las formas de la ficción. Fictío-onis viene de fingere, que en latín significaba, por un lado, fingir, mentir, engañar, y por otro, modelar, componer, heñir. De un cuento puede decirse que es ficticio en ambas acepciones pues por un lado simula una acción que nunca ocurrió y por otro moldea lo que sí ocurrió pero apuntando más a la belleza que a la verdad. Un cuento es indiferente a las cosas tangibles. Su valor no depende de la existencia o inexistencia del asunto que narra. De ahí que libreros y bibliotecarios cataloguen el cuento como ficción por antonomasia. Claro que se quedan cortos porque con el mismo derecho podrían ca­talogar como ficción, no digo la novela, pero también la poesía, el drama y el ensayo literario. En todos estos géneros la realidad es lo de menos. La literatura, toda ella, es siempre ficción. Y viéndolo bien ¿no es ficción cuanto pensamos? La literatura no es ciertamente la única actividad humana que falsea y distorsiona la realidad. Aun la ciencia lo hace. Sólo que la ciencia lo hace a pesar de ella y en cam­bio la literatura falsea y distorsiona la realidad de propósito.

Pero ¿de qué realidad estamos hablando?

1.2. Un poquito de Kant: las formas

Ante cuestiones como ésta me vuelvo corriendo a las aulas de mis años de estudiante en busca de mis maestros, que me sabrán orientar. Ante todo, del viejo Kant (a quien conocí gracias al viejo Korn, mi profesor de filosofía).

Para Kant —Crítica de la razón pura (1781)— la realidad en sí es incognoscible: sólo conocemos fenómenos (15.2.1.). En este conoci­miento hay una materia, que nos es dada, y una forma, impuesta por nuestro yo. Toda experiencia se compone de un factor material, pro­veído por percepciones sensoriales, y un factor formal, que es el de los conceptos. Conocemos porque las sensaciones se convierten en in-tuiciones al entrar en las formas de nuestra sensibilidad (el Espacio, medio de las yuxtaposiciones, y el Tiempo, medio de las sucesiones) y también porque las intuiciones se convierten en conceptos al entrar en las formas de nuestro entendimiento (categorías de cantidad, cua­lidad, relación y modalidad). Ambas clases de formas, las de la sen­sibilidad y las del entendimiento, son formas a priori, esto es, no las aprehendemos ni por la experiencia ni por la inducción; son formas preexistentes que valen de antemano, son condiciones necesarias y uni­versales para que la realidad pueda aparecérsenos ya percibida y en­tendida. Estas formas a priori son, pues, "constitutivas" de nuestra ex­periencia del mundo. El conocimiento es una síntesis de dos opera­ciones heterogéneas: la intuición y el concepto. Puesto que en mi ex­periencia dos hechos no caben en el mismo lugar ni ocurren en el mismo instante, lo que intuimos es siempre único. Nos asaltan tantos hechos individuales que si nos quedáramos en eso viviríamos en el caos. Los conceptos a priori del entendimiento o categorías son formas que en­lazan las múltiples y diversas intuiciones. Pensamos con intuiciones in­tegradas en conceptos y con conceptos abstraídos de intuiciones. Las intuiciones sin concepto serían ciegas, los conceptos sin intuición esta­rían vacíos. Kant parece distinguir entre forma y materia, entre las formas de las intuiciones y las del entendimiento pero lo hace para en seguida interrelacionar sus funciones: el conocimiento es para él una "unidad sintética", y la síntesis se realiza en la "imaginación produc­tiva". Por intermedio de esta imaginación las categorías a priori pue­den aplicarse a las intuiciones empíricas. Intuición y concepto son he­terogéneos entre sí y no podrían nunca encontrarse si no fuera porque la imaginación interviene con una "tercera forma", más abarcadora pues es homogénea a la par con la intuición y con el concepto. Tal es la función dual de los "esquemas", que son formas sensorial-intelec-tuales fundadas en la intuición del tiempo y capaces de relacionarse con lo sensorial de la intuición por un lado y con lo intelectual de la categoría por otro. Ya se verá la importancia que esta noción de "es­quemas" tiene en la "filosofía de las formas simbólicas" de Cassirer (1.4.). En la Crítica de la razón práctica (1788) Kant intenta aproxi­mar la realidad aparencial (la fenoménica) a la realidad en sí (la nouménica) mediante una exploración de la voluntad, de la acción, de la moral. La moralidad sería imposible, dice, si no fuéramos res­ponsables' de nuestros actos, y esta libertad —incognoscible en la es­fera de los fenómenos— mana de la realidad en sí y nos permite elegir entre el bien y el mal. Después de haber explorado los principios a priori del pensamiento y la voluntad Kant explora los del sentimiento en la Crítica del juicio (1790), donde expone su teoría estética. Teoría, no de la materia prima del sentimiento, sino del sentimiento ya transfigurado en formas de belleza. El juicio del gusto —"esto me gusta", "esto no me gusta"— no es un juicio de conocimiento. Conocimiento, ya se ha visto, es la interpenetración de intuición y concepto, y el juicio del gusto es un saber estético que no cabe en conceptos lógicos. "Esto es bello", "esto no es bello" son juicios subjetivos. Lo bello no es una propiedad de las cosas sino un estado de ánimo; el juicio del gusto es un acto mental no cognoscitivo que valora imágenes de cosas en relación con el sentimiento de placer que nos suscitan.

Según Croce la mayor contribución de Kant a la Estética es haber observado que las sensaciones no penetran en el espíritu sino cuando éste les da su forma. La intuición precede al concepto, y este cono­cimiento intuitivo es el campo que estudia la Estética.

1.3. Un poquito de Croce: la intuición y el concepto

Croce usó algunas fórmulas kantianas. Por ejemplo, cuando dijo que "el arte es una verdadera síntesis a priori estética de sentimiento e imagen en la intuición, de la cual puede repetirse que el sentimien­to sin la imagen es ciego y que la imagen sin el sentimiento está vacía" (Nuovi saggi di estética, 1926, p. 33). Pero Croce acentuó más que Kant la autonomía de la intuición. Su pensamiento ha evolucio­nado por lo menos en tres fases. A saber, el arte como visión (Estética como scienza dett'espressione e Lingüistica genérale, 1902), como li­rismo (Breviai'io di Estética, 1912) y como purificación y liberación del sentimiento (La Poesía, 1936). Central, en las tres fases, es la dis­tinción entre intuición y concepto.

Comenzó su Estética con estas palabras que traduzco de una reedición revisada: "El conocimiento tiene dos formas. Es conoci­miento intuitivo o conocimiento lógico; conocimiento por la fantasía o conocimiento por el intelecto; conocimiento de lo individual o co­nocimiento de lo universal; de las cosas o de las relaciones entre ellas; es, en suma, productor de imágenes o de conceptos". La intuición pura —continuó— no es necesariamente percepción de la realidad. La dife­rencia entre lo real y lo irreal no le concierne. El objeto de la intuición es una imagen ideal, evadida de la existencia práctica. La sensa­ción es una amorfa materia psíquica y, en cambio, la intuición es una energía espiritual que, en una síntesis de sujeto y objeto, da forma a las impresiones crudas. Esencialmente la intuición es expresión: "Ció che non si oggetiva in un'espressione non é intuizione, ma sensazione". Ahora bien, la intuición es independiente del concepto (cuando una intuición está impregnada de conceptos es porque éstos han dejado de ser conceptos para convertirse en elementos de la intuición) pero el concepto, por el contrario, depende de la intuición: "¿Qué es el conocimiento por conceptos? Es conocimiento de cosas, y las cosas son intuiciones. Sin las intuiciones no son posibles los conceptos, como sin la materia de ks impresiones no es posible tampoco la intuición misma". "Puede haber intuición sin concepto, pero no puede existir éste sin aquélla." La Estética estudia la expresión en imágenes de in­tuiciones individuales.

Diez años después, en el Breviario di Estética, Croce dio un paso adelante y, aunque oponiendo siempre la intuición al concepto, adjudicó a aquélla un contenido: el sentimiento. La intuición es lírica. "¿Qué es el arte?... es visión o intuición... Al definir el arte como intuición se niega que tenga carácter de conocimiento conceptual... La intuición es verdaderamente artística, es verdaderamente intuición y no un amasijo de imágenes sólo cuando tiene un principio vital que la anima fundiéndose con ella ... Lo que da coherencia y unidad a la intuición es el sentimiento: la intuición es verdaderamente tal porque representa un sentimiento, y sólo de eso o sobre eso puede surgir. No la idea, sino el sentimiento, es lo que confiere al arte la aérea ligereza del símbolo... La intuición artística es, pues, siempre intuición lírica" (entendiendo por "intuición" la actividad formadora de imágenes y por "lírica" el contenido sentimental que se ha transfigurado en esas mismas imágenes).

Años más tarde, en La Poesía, Croce completó su pensamiento definiendo la intuición como catarsis. Gracias a la intuición el senti­miento, que es materia reacia, se transfigura en imagen y así, como imagen, se eleva de lo particular a lo universal. En una especie de catarsis el sentimiento se hace goce de la belleza. Sin embargo, en la serenidad alcanzada por la contemplación estética "tiembla aún la emoción como una lágrima en la sonrisa que la ha esclarecido". Com­parado con el conocimiento conceptual de la filosofía o la ciencia, el conocimiento intuitivo es un producir, un forjar, un plasmar, un crear, un "poiein", de donde deriva la palabra "poesía"; y en este crear de la poesía se logra la identidad de sentimiento e intuición a la que Croce se refirió con el término que vimos antes: síntesis a príorí estética.

1.4. Un poquito de Cassirer: los símbolos

Cassirer, en sus ideas estéticas, parece estar cerca de las de Croce. Se diferencian, sin embargo, en que las de Croce pertenecen a una "Fi­losofía dello Spirito" mientras que las de Cassirer pertenecen a una "Philosophy of Human Culture". Croce, con criterio espiritualista, iden­tifica intuición con expresión: ahí, dentro de la conciencia creadora, dice, se agota la actividad estética pues la comunicación material que viene después es mera técnica. Cassirer, con criterio antropológico, da importancia a los medios materiales —sonidos, ritmos, palabras, líneas, colores— de que se vale el artista para exteriorizar su intuición. La semejanza entre Cassirer y Croce se debe en parte a que ambos, al declarar la autonomía del arte y distinguir entre la intuición y el con­cepto, proceden de Kant. Sólo que Cassirer es mucho más kantiano que Croce.

De Kant toma Cassirer la teoría de las formas del conocimiento. El mundo que conocemos está constituido por las formas de la in­tuición y del entendimiento. Las categorías a priori pueden aplicarse a las intuiciones empíricas por la mediación de "esquemas", que son formas condicionadas por el tiempo. Estos "esquemas" son homogé­neos con las categorías porque también son a priori y homogéneos con las intuiciones porque también implican tiempo (15.3.). Ahora bien, Kant había dado una Crítica de la Razón y Cassirer da una Crítica de la Cultura. Para ello convierte los "esquemas" cognoscitivos en "símbolos" culturales. Interrelaciona las formas del conocimiento (intuición, concepto) con las formas de la cultura (lenguaje, mito, religión, arte, historia, ciencia). La organización mental del hombre se expresa en diferentes actividades y, viceversa, las actividades lin­güísticas, míticas, religiosas, artísticas, históricas, científicas son modos de conocer. Las formas del conocimiento y de la cultura se interpe-netran. Así como en Kant el "esquema" era la "tercera forma" que posibilitaba la síntesis de intuición y concepto, en Cassirer el "sím­bolo" es el factor que sintetiza la forma de la cultura con la forma del conocimiento. Cultura y conocimiento participan del símbolo por­que la función significante de éste les es común. La mente se sirve de las imágenes contenidas en la experiencia para simbolizar algo. En el lenguaje, por ejemplo, las palabras son imágenes a las que asig­namos significaciones; o sea, que las usamos como símbolos. Del mismo modo que la intuición y el concepto se unifican en el "esque­ma" de Kant, en el símbolo de Cassirer se unifican lo sensorial de la palabra con lo intelectual de su significado. El símbolo permite que el hombre distinga entre lo real y lo posible, y esta importantísima distinción fue formulada por Kant en su Crítica, del juicio. Los ani­males se limitan a reaccionar a los estímulos de la naturaleza; en cambio —decía Kant— los hombres, por discurrir con dos elementos heterogéneos, la intuición y el concepto, somos capaces de crear una imagen particular (símbolo, en el lenguaje de Cassirer) que repre­senta una síntesis de contenidos de experiencia; y esa representación diferencia entre las cosas reales, actuales, y las cosas posibles, ideales. El símbolo está lleno de un significado que le ha sido conferido por una experiencia pero no existe como parte del mundo físico. Cassirer también retiene de Kant el principio de la autonomía del arte y la idea de que la contemplación estética es enteramente indiferente a la existencia o no existencia del objeto contemplado.

Siendo animales sociales, la convivencia nos acondiciona para comunicarnos con símbolos sobreentendidos por todos los miembros de nuestra comunidad. Por convención social aceptamos que tal sím­bolo sea asignado a tal realidad. La realidad queda así sustituida por una fórmula abstracta. El hombre, pues, no se entrega a la natu­raleza con la inmediatez de los .demás animales. Cassirer lo define como "animal symbolicum". Los otros animales reaccionan solamen­te con señales que son concomitantes de una situación natural inme­diata. Los símbolos que sólo el hombre es capaz de formular perte­necen a un mundo de significaciones: el de los conceptos. El hombre interpone entre él y la naturaleza una red de símbolos a la que lla­mamos "cultura": lenguaje, mitos, artes, religiones, historia, filoso­fía, ciencia son formas simbólicas que lejos de imitar la realidad la construyen como objeto de aprehensión intelectual. En palabras de Cassirer: "la realidad física parece retroceder en proporción a los avances de la actividad simbólica del hombre. En vez de tratar di­rectamente con las cosas el hombre, en cierto sentido, conversa con­sigo mismo. Se ha envuelto tanto en formas lingüísticas, imágenes ar­tísticas, símbolos míticos o ritos religiosos que ya no puede ver o conocer sino a través de ese medio artificial. Tanto en el orden teó­rico como en el práctico el hombre no vive en un mundo de hechos crudos o de acuerdo con sus inmediatos deseos y necesidades: vive más bien en medio de emociones imaginarias, en esperanzas y temo­res, en ilusiones y desilusiones, en sus fantasías y sueños" (An Essay on Man.).

La facultad más importante del hombre para la organización de su cultura es la de la palabra. Después de todo, los únicos objetos que conocemos son los concebidos lingüísticamente. La clasificación de la realidad emprendida por religiones, artes, ciencias y otras disci­plinas presupone la actividad simbolizadora del lenguaje. Y Cassirer señala sus dos tendencias divergentes: una "discursiva", que parte de un concepto y, expandiendo cada vez más su área de generalizaciones, llega a un sistema de explicaciones lógicas; y otra tendencia, "meta­fórica", que se concentra en la expresión de una experiencia personal mediante imágenes concretas. En la tendencia discursiva el poder de la lógica reduce a frío esqueleto la riqueza y la plenitud de la expe­riencia original. En la tendencia metafórica, en cambio, el poder ar­tístico libera la vida en forma de ficción: "mundo de ilusión y fan­tasía —dice Cassirer— donde los sentimientos puros pueden expresarse rica y plenamente" ("El poder de k metáfora", Lenguaje y mito; léase también el penetrante capítulo "Arte" en An Essay on Man).

1.5. Transformación simbólica de la realidad

Dije que volvería a las aulas estudiantiles para orientarme con los viejos maestros: Kant, Croce, Cassirer... No sé si ahora que lo he hecho estoy de veras bien orientado pero por lo menos me siento con fuerzas para acometer este capítulo que se propone definir la literatura como ficción, y el cuento, como ficción por excelencia.

Qué es la realidad en sí, no sé. Ni siquiera sé cómo es la realidad que me toca más de cerca: el planeta Tierra, la vida, mis congéneres, yo mismo. Es evidente que existo en una circunstancia real en la que hay otros hombres como yo pero no podría demostrarlo con argu­mentos racionales. Supongo que no necesito demostrarlo porque, se­gún parece, mi evidencia es común a la especie humana. La eviden­cia de que existimos en un mundo real se nos da en una actividad nerviosa a la que llamamos "conciencia". Analizándola creo saber que apenas nacemos empezamos a llenarnos de sensaciones y a reac­cionar con señales. Estas señales naturales —gestos, gritos, lágrimas, risas— responden directamente a estímulos momentáneos. Son meros síntomas de un estado de la sensibilidad. Hasta este punto, nuestros mensajes sensoriales son iguales a los de otros animales. Pero más que otros animales el hombre está dotado de una organización ner­viosa que le permite producir, no sólo señales, sino también símbolos (Apostillas).

El término "símbolo" no significa lo mismo en antropología que en estética, en lógica que en sociología, en lingüística que en psico­logía; y aun dentro de la misma disciplina cada estudioso define "símbolo" según la escuela teórica a la que está afiliado. Valga, para el propósito de este estudio, la definición de símbolo como forma mental abstraída de nuestra experiencia, abstraída del fluir de per­cepciones, sentimientos, imágenes que un individuo experimenta en un momento dado (17.4.). El símbolo también es un signo, pero es un signo muy especial que en un nivel superior de la mente opera con un mayor grado de abstracción. Mientras el signo natural indi­ca cosas, está adherido a cosas, el símbolo las representa, las susti­tuye. Uno nota y selecciona esas cosas en una experiencia; en un pro­ceso de impresiones y expresiones, de repeticiones y analogías lo ex­perimentado se traduce en imágenes e ideas que aluden a una rea­lidad ausente. Y aparece el símbolo, que se refiere a algo que está más allá de sí mismo y nos abre el reino de las significaciones. Hay símbolos rituales, artísticos, oníricos y —los de más poder transfor­mador— símbolos lingüísticos. Gracias a los símbolos el hombre cobra conciencia de su circunstancia y de sí mismo: se despega de la rea­lidad en que vive, la pone en perspectiva, la concibe, la evoca a voluntad cuando no la tiene ante los ojos y se la representa teórica­mente. Nuestras experiencias totales, móviles, concretas, únicas, irre­petibles e indivisas fluyen con nuestra vida y son inefables como la vida misma. Inefables por más que podamos hablar de ellas y aun fabularlas. Para eso tenemos el privilegio del lenguaje. Al hablar or­denamos el mundo, tanto el mundo del yo como el del no-yo —ambos sumidos en la esfera de nuestra conciencia— y construimos una reali­dad objetiva. Objetiva porque es objeto de nuestra contemplación y subjetiva porque ocurre en la mente. Lengua es el sistema de pala­bras que usan quienes están hablando. Nunca podremos sorprender la lengua fuera del hablar individual; y como al hablar la intención de una persona es ser respondida por otra, el proceso lingüístico pone en tensión la íntima condición social del hombre y el espíritu se objetiva en símbolos culturales. Pero estos símbolos, por físicos que parezcan, no son exteriores a nuestra vida psíquica: sólo tienen sentido dentro del circuito espiritual que se establece entre el ha­blante y el oyente. Siendo el habla una actividad ideal del hablante y del oyente, los símbolos verbales (que en lingüística llamamos "pa­labras") no son parte de las cosas sino abstracciones de nuestra ex­periencia de las cosas. Con esas abstracciones organizamos nuestro lenguaje simbólico y construimos nuestro mundo. Instalados en él, procuramos tomar posesión de la naturaleza exterior y de nuestra propia intimidad.

Y ya es hora de que enderecemos hacia el fin de este capítulo, que es presentar la literatura como ficción.

Paradigma de la capacidad simbolizadora es el lenguaje verbal-mente articulado: actividad de un hablante para hacerse compren­der por un oyente y actividad de un oyente para comprender lo que le quiere decir el hablante. Este circuito se realiza a través de un medio físico, que es el de las palabras. El proceso del lenguaje po­dría descomponerse en tres fases:

a) actividad psicofísica de un ser humano que produce...

b) un símbolo o serie de símbolos que pueden ser interpretados por...

c) la actividad psicofísica de otro ser humano.

Sustituyamos el circuito hablante-habla-oyente por el de escri­tor-texto-lector y veamos la diferencia entre lo no literario y lo lite­rario.

1.6. Lo no literario

El escritor no literario abstrae de su experiencia un elemento común a otras experiencias suyas y también común a las experiencias de otras personas; generaliza ese elemento y con él se refiere a un objeto públicamente reconocible. En su experiencia real ese elemento estaba acompañado por una multiplicidad de impresiones, pero ahora el escritor hace caso omiso de todo lo que no sea el elemento dis­criminado en una operación lógica y forma así un concepto, un juicio, un razonamiento. En el texto que ha escrito el escritor a-literario no revela su experiencia total, dentro de la que se dio aquel elemento, sino que se refiere al elemento aislado. Para comunicar el armazón intelectual de su pensamiento sacrifica la riqueza infinita de su ex­periencia individual, viva, íntima, concreta. Si la sacrifica es porque lo que está haciendo no es literatura.

No literaria es la comunicación lógica —en obras de ciencia, filo­sofía, historia, técnica, política, etc.— de un saber abstraído de la ex­periencia humana. El científico, el filósofo, el historiador, el técnico, el político se especializan en relacionar ciertos objetos representados en sus conciencias. Desde luego que estas especializaciones son hu­manas pero lo que las caracteriza es que surgen, no del hombre en cuanto hombre, entero, pleno, completo, sino de un hombre sofisti­cado que, en su afán de llegar por vía racional a la verdad, se limi­ta a sí mismo y se dedica a conocer sólo parcelas. Los escritores que no hacen literatura continúan, en una actitud impersonal y objetiva, la tendencia del lenguaje a acrecentar su poder abstracto y genera-lizador. Todas las palabras son conceptos en el sentido de que signi­fican, no una experiencia concreta, sino elementos abstraídos de esa experiencia.

El lenguaje no literario tiende a descartar lo que no sea ajusta­da referencia a sus objetos; estos objetos son discriminados median­te un riguroso proceso lógico hasta que la proposición alcanza validez general. Hay muchas maneras de comunicar el armazón lógico de nuestro pensamiento. El científico, al preparar su informe, puede ele­gir una frase u otra, sacándola de un almacén lingüístico en disponi­bilidad; y aun puede traducir su informe de una lengua a otra sin que su contenido se altere. El uso individual y social de la lengua a lo largo de la historia ha cargado las palabras con significaciones equívocas. Cuando esas palabras le estorban, el científico, interesado en salvar su esfuerzo intelectual, busca símbolos más adecuados. For­mula entonces sus conceptos en un lenguaje técnico, universal: por ejemplo, el de la química, el de las matemáticas. Las matemáticas constituyen el lenguaje más desarrollado en esta dirección: se especializa en relaciones abstraídas de la experiencia humana, tan exac­tas que son reconocidas públicamente. El matemático no nos habla de sí, sino -de relaciones que, apenas enunciadas, resultan valer para todo el mundo. De hecho, todos los escritores que no hacen literatura marchan de abstracción en abstracción hacia un alto grado de gene­ralidad. Comunican un conocimiento conceptual.

1.7. Lo literario

El escritor abstrae de su experiencia, no un elemento público, universal, sino elementos privados, particulares. Son tan numerosos, están tan bien seleccionados, se los ha estructurado en una sintaxis tan bien ceñida a los ondulantes movimientos del ánimo, se los ha re­vestido con un estilo tan imaginativo y rico en metáforas que todos los elementos juntos equivalen casi a rendir la experiencia completa. Esto ya no es comunicación lógica y práctica, sino expresión estética, poética. Los símbolos ya no son referenciales, como en lo no litera­rio, sino evocativos. El conocimiento ya no es conceptual sino intui­tivo. En vez de despegarse de la experiencia que tuvo el autor, los símbolos se quedan cerca de esa plena, rica, honda, intensa, imagi­nativa, creadora experiencia. Son símbolos pegados a las percepcio­nes, sentimientos, ideas, pensamientos de una experiencia particular vivida por una persona en cierto momento. He visto un colibrí. ¿Diré: "vi un pájaro"? Si lo digo estoy comunicando una oración enunciativa y nada más. La palabra "pájaro" no rinde la totalidad de mi experien­cia sino que apunta a un concepto que es el común denominador de innumerables pájaros en las experiencias de muchas personas. Pero en mi experiencia no fue un pájaro cualquiera. Yo era niño, y en una mañana de primavera vi por primera vez en el jardín de mi casa en La Plata, un colibrí: dejó temblando una flor y se fue ras­gando con un ala la seda del aire. Intuí no solamente el colibrí, sino también el pudor de la flor, la sorpresa del cielo, mi envidia por la libertad y audacia de ese colibrí único: si consiguiera objetivar en palabras esta experiencia personal haría literatura.

Los escritores que hacen literatura expresan la experiencia total del hombre en cuanto hombre: una experiencia personal, privada, rica en matices y relieves. El poeta, por ejemplo, no tiene más remedio que expresar una experiencia concreta con palabras que son abs­tractas. ¡Ojalá pudiera simbolizar intuiciones siempre nuevas con pa­labras también nuevas! Pero sus intuiciones son inefables, y si las cifrara en un símbolo recién inventado nadie lo entendería pues no hay dos experiencias que sean iguales. Entonces, a pesar del medio lingüístico que le resiste, el poeta se lanza a la aventura y con me­táforas y otras alusiones a su íntima visión logra salir más o menos \ictorioso. Su poema ha cristalizado en una unidad indivisible. Este poema no se deja separar en un fondo y una forma porque nació como imagen verbal. Por eso la poesía, a diferencia de la ciencia, no puede traducirse.

En resumen. Así como usamos la lengua para comunicar los contenidos lógicos de nuestra conciencia, y esa tendencia recibe una forma purificada en las ciencias y su mayor desarrollo abstracto en las matemáticas, también podemos expresar nuestra vida interior: en la confidencia tratamos de sacar a luz nuestra intimidad, y a la ob­jetivación de esa intimidad la llamamos poesía.

La lengua discursiva y el estilo poético son logros de nuestra vo­luntad. En el proceso real de la lengua el uso discursivo y el uso poético coexisten pero es cómodo —y no demasiado arbitrario— se­ñalar una tendencia comunicativa y otra expresiva: una hacia la co­municación conceptual de la ciencia, otra hacia la expresión intui­tiva de la poesía. El científico se defiende contra las imágenes que se deslizan en su lengua y amenazan con subjetivar sus clasificaciones lógicas; el poeta se defiende contra los conceptos ya formados en la lengua, pues amenazan con impersonalizar sus visiones. Comuni­camos (o procuramos comunicar) abstracciones de lo público, común, lógico y universal de nuestras experiencias; expresamos (o procura­mos expresar) la experiencia misma, concreta, viva, completa, rica, privada. En la ciencia nos interesa ante todo la verdad; en la poesía, lo que más importa es la belleza.

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