jueves, 14 de julio de 2011

UN ARBOL DE LA PLAZA

Vinieron hace mucho tiempo, pasaron varias estaciones frías e iguales desde aquél día. Sé que fue después de dar a luz a los hijos –eso sí me lo recuerdo bien – una madre jamás olvida a los suyos. La lluvia y los vientos de esa temporada fueron furiosos como siempre, y como siempre, arrancaron los últimos restos de pellejo que quedaban entre mis brazos. Se los llevaron lejos, más allá de los farallones de piedra que rodean este valle que habito y engordo.

Cuando no quedaron rastros en el suelo de esa piel – mi piel – reseca por el Sol y las heladas, aparecieron por detrás del roquedal montados en sus bestias y dispuestos a todo. Me treparon confianzudos y cachacientos, colgándose de mis brazos y mis manos, con la fruición de las orugas en el tiempo del brote tierno; pero a diferencia de ellas lo hicieron con mandíbulas inmensas asidas entre sus patas. No hubo defensa posible. El jugo cerril de mis venas, que espanta sin miramientos a otros gusanos y a otras plagas, no hizo mella en esos monstruos de otro mundo. Una a una desgajaron mis falanges más prometedoras y suculentas. Las amontonaron a mis pies en grandes parvas, como nidos. Por fin, cuando la lluvia persistente de la estación fría las aplastó contra el suelo, volvieron con sus animales de carga y se las llevaron a la rastra a través de las quebradas.

Después de la mutilación, la pesadumbre y la quietud adormecieron mi carne hasta el borde mismo de la muerte. La restauración fue lenta, imperceptible al principio; un letargo interminable, a medias entre el sueño y la agonía, como el que sobreviene después de una sequía prolongada o del granizo que arrebata de las manos a los retoños todavía por nacer.

El primer indicio de la vuelta a la vida me lo dieron los pájaros que trajeron bajo sus alas la brisa tibia de la estación del Sol. De pronto, los muñones oscuros y encallecidos se erizaron de dedos verdes y jugosos que apuntaban al cielo como manos angurrientas ávidas de luz y calor. En pocos días, el manto verde de mi nueva piel brilló espeso bajo el Sol. Se llenó con el viento promisorio de la mañana; y así, henchido, poderoso, hizo crujir otra vez a mis brazos anquilosados bajo esa sombra, mi sombra.

Un torrente cálido me recorre por dentro, ahora; es la sangre que fluye con furia otra vez por mis venas; abriendo cauces en la carne cristalizada que se reintegra al río de la vida; rezumando resina a través de los poros, yendo y viniendo, incansable, de los pies a mis manos.

Un día, lo sé, reventará un embrión entre mis dedos y luego otro y otro. Luego, maduraran a un tiempo. Para entonces, cientos de mis ovarios anhelantes abrirán sus bocas a la brisa de la mañana, la tibia, la promisoria y fecunda, la brisa circular que lleva y trae la vida.

Con suerte, algún día, pronto, saldré en mis hijos a recorrer la tierra.

GABRIEL

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