lunes, 11 de julio de 2011

PERSONAS QUE COMEN

CHINO
Toma unos panecillos de jengibre con sus dedos regordetes.
La otra mano se las ingenia para hacer chasquear dos palitos oscuros decorados con incrustaciones de nácar.
Sonríe tranquilo el semblante de ojos rasgados. Sentado sobre las piernas apenas cruzadas en el tatami, observa la oscilación de los tapices en las paredes laterales.
La primera vez, había pasado por la puerta de ese restaurant con sus compañeros de trabajo. Pero el menú recomendado era demasiado caro y siempre hace calor en lugares colmados de gente. Le habían hablado de la cultura oriental, una parte de su identidad.
Colgados de las paredes, en el delicado bordado del rojo, verde, negro y oro cree ver algún rostro parecido al suyo. Vuelven su mirada al pequeño espejo oval que tiene enfrente para ajustar su impresión.
A su lado, ya está arrodillada una mujer delgada. Su cara blanca y redonda mueve apenas sus labios pequeños, delineados en rojo como una muñeca.
Él sacude su corta coletilla de pelo azabache. Quizá por la belleza de la mesera o por lo que trae entre sus manos: la gran fuente de plata labrada. El recipiente exhala, a medias abierto por el cucharón, olor a la sopa de tortuga que ha pedido.
La cena está servida, parece decir el gesto de ella. Sin articular sonido alguno, destapa la fuente.
Los ojos de él quedan fijos en los trozos que flotan en el caldo rojizo y ocre. Ella comprende. Toma el gran cucharón y lo sumerge hasta el fondo.
El torso del visitante se adelanta; la cabeza y los labios, con un gesto hacia arriba.
La mujer se para, emite un sonido amplio pero conocido.
Él abre su boca. Como un enorme pichón, su abdomen casi cubre la mesa cuadrada y baja.



UNA MADRE

A las seis de la mañana, olor a carne y verdura al vapor. No me pregunto qué día es. El sonido de su radio ha invadido las ganas de dormir. Impide imaginar un café con leche, el pan tostado, queso y dulce.
Quisiera levantarme. Me inclino para darme vuelta y abro la ventana. Pongo un pie en el suelo una hora después.
Sacaré la pausa del grabador porque quiero volver a escuchar la Heroica. Acomodo el desorden de anoche y lavo mi ropa mientras me baño.
Después, leeré mis apuntes de facultad junto a la ventana del comedor. Único lugar donde no llegan los gritos - vermut previo al asado – desde el chalet de enfrente.
Es domingo. No tiene importancia. Cada día a las dos de la tarde, mi madre y la condimentada pechuga en trozos con puré. En algo menos de veinte minutos nadie habrá de notar que se movió o ensució algo.
Unicamente persistirá una mezcla del olor a pollo hervido, refugiado en mi habitación, se emparejará con un aroma a lavanda desinfectante.
Nunca olvida rociar los baños antes de la digestión. Antes de quedarse dormida frente a una película en blanco y negro.

MARIA CRISTINA

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